La flor encendida
Atravesó el patio sin pedir permiso y entró, como cada mañana; llegaba tarde y Doña Luisa ya se había levantado, le había dado de comer a los canarios y estaba en la cocina preparando el mate cocido como sólo ella sabía hacerlo.
-¡Por favor, señora!- gritó María.
-¿Estaba linda la plaza, niña?- preguntó la anciana, con una sonrisa cómplice entre las miles de arrugas que le dibujaban la cara.
-Perdón señora, no quise demorarme, lo que pasó fue que me detuve en el jardín de Doña Cándida, ya sabe me gustan tanto esas rosas salpicaditas, ¿vió?, y bueno, justo salió esa vie...
En ese momento se tapó la boca, enrojecida María recordó que Doña Cándida era consuegra de su patrona y su única amiga en el barrio.
-¿Vio que lindo día hace hoy?- preguntó para salir del tema.
- ¡Ay, niña! - suspiró Doña Luisa- sentáte y tomá una tacita de yerbeado calientito, que estás agitada y hablás sin parar y no te entiendo nada, se me rompió el audífono ayer.
Aquella escena era familiar y durante años se repetía casi de la misma forma, como si el tiempo no transcurriera para ninguna de las dos mujeres, es más María sentía a veces que ella se volvía adulta y Doña Luisa perduraba en el tiempo. Esta relación de mutua dependencia marcó los mejores años de su juventud.
María soñaba con vivir allí junto a aquella viejecita, toda la vida. No tenía a nadie en ese pueblo, su madre había fallecido cuando ella tenía cinco años, sus dos hermanos se habían ido a trabajar al sur y de su padre no tenía noticias hacía mucho tiempo.
Ahora frente a la mole de ladrillos y escombros, su corazón latía incesante, sus ojos llenos de lágrimas reflejaban imágenes del pasado: el patio, el limonero, los canarios...Doña Luisa con sus zapatones de lana y su saco tejido a mano tendiéndole con una mano, un mate recién cebado...Era un momento tan triste como aquella fría mañana en la que encontró a su patrona acostada sobre su cama, con una carta sin terminar en sus manos.
En aquél momento se había dado cuenta que esa viejecita era la única persona que tenía en este mundo, ella también lo era para Doña Luisa. Pensó que en esos últimos minutos la habría necesitado tanto...Con la manos temblorosas había tomado la carta de entre los dedos arqueados por los trabajos y los años y había comenzado a leerla; la letra delataba las últimas fuerzas que abandonaban a la anciana. Alcanzó a comprender que Doña Luisa le agradecía los cuidados que le había dado todos esos años. También le decía que le dejaba su anillo de compromiso, las medallitas de la Virgen y lo más importante la planta de la flor azul, que ella tanto quería.
En las últimas palabras de la carta sin terminar, Doña Luisa le pedía disculpas por no dejarle la casa, ya que había quedado en manos del banco, sus últimos ahorros no le alcanzaban para pagar las deudas.
Salió del patio corriendo a buscar la planta pero no pudo encontrarla, leyó la carta nuevamente pero no había ningún dato. Durante meses fue a ese patio con la idea de encontrar aquella flor.
Esa tarde tenía una premonición pero al ver los camiones de demolición sobre la vereda, se desvanecieron sus esperanzas. Todas las escenas vividas en esa casa venían a su mente sin cesar: el olor a pan casero, a comida recién preparada, a limoneros en flor, todo lo maternal que aquello representaba desde su niñez.
Hacía ya un año que vivía en una pensión húmeda que pagaba trabajando por horas allí mismo. Extrañaba tanto a Doña Luisa...
Estaba en ese ensueño cuando, con los últimos rayos de sol, la vio entre los escombros erguida, intacta. La flor azul, allí entre los ladrillos. Corrió hacia ella, llena de emoción. Las primeras estrellas la iluminaban. Algunas noches, en el jardín, todavía se enciende la flor azul...